"Entré en mi cuarto, aburrido. El bravo sol de junio se cuajaba, como un gran lingote, en el hondo socavón de la calle de las Tiendas. La ciudad agalbanábase en el ahíto pasmo de la siesta fiestera, después de los azacaneos y tareas del trajín matinal, recostada en el sopor de las comerotas. Me arrodillé en la cama, sobre las almohadas para alcanzar bien el aféizar. La catedral era como un inmenso monstruo durmiente, como si ella misma estuviese haciendo la digestión laboriosa de las muchedumbres que aquella mañana habían entrado en su vientre.
El David prolongaba su nariz colgante en un moco de sombras y las manos apenas se sostenían contra el instrumento, ablandadas en una flojera de fatiga."
Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia, Vigo 1997, páx.131
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