"En aquella imponente plataforma telúrica, donde aún se rezagaban algunos gestos de la invernía, me di cuenta, por vez primera, hasta qué punto estaba yo apresado entre los bloques de piedra de mi ciudad, en su trabazón segura, antigua, protectora; y hasta dónde me era ajena, casi hostil, la agobiante suntuosidad natural que rodeaba aquel islote de enfática estructura, pues no había casa alguna hasta las de la primera aldea tributaria, que se agarraba, allá arriba, a los costurones del suelo, como un pardo nido. La nostalgia se me iba haciendo insoportable y apenas alcanzaba a mitigarla encaramándome, al atardecer, a un alto peñasco de la crestería que daba borde final a la meseta, siguiendo con la vista la línea azogada del río hasta el contorno, más adivinado que visto, de la ciudad, casi siempre esfumado en la distancia, bajo la bruma. Y lo que acentuaba de modo más preciso mi tristeza era un pequeño codo, muy curvo, de la carretera que iba de Vigo a Auria, que era lo único que se veía de ella en el rodapié del altísimo repecho; blanquísimo tramo alegre, entre el severo verdor de un pinar.
Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia, Vigo 1997, páx.151/152
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