"Nos asomamos a todas las bocacalles que nos fue posible, durante un par de horas, para poder ver pasar íntegra la grandiosa procesión media docena de veces. Las rúas hallábanse alfombradas de hinojo en todo el trayecto. Todos los balcones y ventanas lucían hermosos reposteros, colchas de ricos géneros o colgaduras con la bandera nacional. Tanto esplendor justificaba nuestras carreras, en las que terminé por perder la cadencia de mi paso. El principal altar de los varios que había en el trayecto, en que se entronizaba momentáneamente al Santísimo, para cantarle los motetes, estaba en la plaza de los Cueros, frente a la casa de las Fuchicas y allá nos encaramamos, a su alto alero, para poder abarcarlo todo en una visión de conjunto."
Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia, Vigo 1997, páx.135
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