"Después del día de Vísperas, aturdido de campanas, transitadísimo de aldeanos y forasteros, con su vistoso "folión" nocturno en la Alameda del Concejo, el limpio cielo negro del verano triunfal surcado de globos de papel, las repentinas corolas de los cohetes de lucería, abriéndose al final de su alto tallo de chispas, las ruedas de fuego y los "castillos" de bengala y la caprichosa iluminación "a la veneciana...
(...) Entre los primeros que llegaron a verme estuvo Ramona la Campanera, envuelta en su tufo de aguardiente mañanero, que subió un instante, entre dos toques, a felicitarme, y Matilde, la pobre tullida que pedía limosna en la gradería de entrada a la catedral.
(...) -¡Bien amariconado te llevan! ¡Lo que es hoy, el beaterío de tu casa no se privó de nadad1 Pasa por el Casino, que está allí el barbián de tu padre.
(...) Doblamos por la plaza del Recreo y enfilamos por la calle del Seminario Conciliar de San Fernando, llena de señorío que salía de asistir, en Santa Eufemia del Centro, a la misa de diez. Pronto me vi naufragado en los "Ay, qué monísimo"...
(...) En cuanto llegamos frente al Casino la tía me dejó, y con mucho garbo, pues salerosa sí lo era, se fue hacia el comercio de los Madamitas, recogiéndose la falda y dejando ver la blanquísima escarola almidonada de las bajeras, que acompasaban su paso con un acartonado crujido.
(...) -¡No fastidies, tú! ¿Qué concho tiene que ver el país con que mi hijo vaya un día a la catedral a tragar una oblea amasada por las Fuchicas y bendecida por Su Ilustrísima, don Antolín?
Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia, Vigo 1997,capítulo XVIII, páx.102-110
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