La catedral, como casi todas, estaba en medio de la ciudad, y era, también como las demás, un inmenso navío entre pequeñas embarcaciones movedizas, un gran señor entre vasallos obscuros, un príncipe de la Iglesia entre la turba polvorienta de los fieles arrodillados...
Su cuerpo subía propagándose en el aire, sin una duda, tan seguro en su vertical soberbia, con los contrafuertes tan adheridos a su tronco de graníto, como si en vez de apoyarse en ellos fuesen excrecencias rezumadas de su inmenso poder.
No era una catedral cuajada en el gesto primario de una expresión unánime, naciendo y muriendo en el suelo del mundo, después de haberse consentido apenas una aérea evasión de bóvedas y arcos de medio punto, destinados a probar la energía ascensional de la idea divina para humillarse de nuevo sobre la osamenta del planeta.
Ni era divagatoria y silogística, afirmando la fe por lo absurdo con una dialéctica de ojivas, empeñada en alcanzar a Dios mediante el rítmico escalonamiento de unas razones de piedra.
No era, tampoco, al menos de un modo unilateral, retórica y conceptista, perdida de sí misma y de su sino, en las metáforas de los arcos quebrados, de las columnas centrífugas o de las pirámides sosteniendo esferas: símbolos de una demostración espiritual que niega leyes a la materia, con los vórtices delirantes de las balaustradas, ménsulas, cartelas, florones, bestiarios... cayendo en cataratas o volando en pesadillas por muros, torretas, cornisas y fachadas.
Esta catedral, en la mayor suma de sus accidentes, era unos pardos muros sin edad, apenas sensibilizados por algún rosetón abierto en ellos como un incurable lanzazo milagroso en el costado de un paladín. Sobre el crucero flotaba un cimborrio casi musical de afiladas cresterías góticas, que guardaba tan poca consecuencia con la intención y con las manos que habían erigido la mayor parte del resto de la fábrica, que, sin duda alguna, había caído del cielo para suavizar tanta rudeza. En el paramento que daba a los trasaltares de la girola, las altas ventanas traían, a través de la recia espesura de sus arcos declinantes, hasta las luces callejeras, un vaho de sombra azul que desbordaba allí, entre el tierno verdor de los líquenes o lanzaban hacia adentro -según las horas celestes- una oblicua claridad multicolor que caía sobre los alegres altares barrocos o sobre las graves tumbas de los obispos: ventanas que, de pronto, se tornaban increíbles, con sus repentinas guirnaldas de agitados vencejos, sus incendios crepusculares, ya la ciudad en sombra, y sus hierbajos manchados del orín de las rejillas de alambre, protectoras del vitral, que al ser inflamados por el sol revelaban una primorosa floración cobriza.
Y en lo alto de todo, los desvanes inmensos, descansando sobre la nervatura de las bóvedas, volando a sesenta varas del suelo, y los pasadizos negros y secretos con la presencia abrupta de los lechuzones que ponían sobre el rostro del furtivo visitante el aleteo invisible de una muerte soplada.
Del tejado de las naves veíase arrancar la torre grande, esbelta, a pesar de su fortaleza imponente, con la diadema de las campanas: palomar sonoro desde donde se flechaba hacia el confín, junto con la llamada de Dios, el vuelo de las leyendas.
Pero, a pesar de todo, el templo ablandaba en el rodapié de su sombra formidable algunas ternuras que los chicos de todas las generaciones habían descubierto y utilizado para su goce, trocándolo en su mano juguete de piedra: el atrio de la Fuente Nueva con los sometidos lóbulos de sus balaustres por los que se podía gatear hasta alcanzar su ancha baranda, la reja también escalable, y el riesgo de alguna pequeña rampa por la que poder deslizarse: aquellos matarrincones con que los señores canónigos fabriqueros, haciendo salientes de las entrantes, prevenían las urgencias irreverentes de los borrachos, que salían de la taberna del Hervella para desaguar allí sus vinos, en las partes sombrizas, sin hacer el menor caso de la advertencia que gritaba desde la pared, con letras de chafarrinón y bronco eufemismo ibérico: "Prohibido hacer aguas".
Por la otra fachada, como cosquilleando los muros intratables del lado norte, que era el más antiguo de la estructura trabajada durante más de cinco siglos, abríase un atrio barroco, en voladizo sobre dos rúas, con todos sus paramentos escalables, bastando apenas apoyar el pie en las hernias de la cantería que no dejaban sosegar ni un palmo de la piedra. Y sobre todo había allí el incomparable secreto de la reja, que conocíamos unos cuantos iniciados del barrio. Se trataba de una barra floja que podía hacérsela girar, moviéndola sobre sus apoyos, hasta que coincidía con la curva de la próxima, también deformada, dejando espacio suficiente para que pudiéramos colarnos hasta la estupenda solana del atrio y gozarla como amos absolutos, ¡y de noche!, los chicos para contar aventuras llenas de miedos imaginarios, los grandes para fumar y todos para jugar un marro espectral, casi en las sombras, o para estorbar el paseo de las gentes que iban por la calle de la Paz o la de las Tiendas, con graznidos, falsetes, risotadas o alusiones a los motes de los transeúntes:"¡Cotrolía!" "¡Doña Vendolla!" "¡Don Silbante"· "¡Nicolasín!"...
Las casas del pueblo llegaban en arremolinamiento borrascoso a chocar contra aquel acantilado, eran un agolpamiento de tejados que venían desde los verdes del paisaje a escachar su penacho de ola contra el quieto arrecife. Las campanas, de voz atolondrada, de voz triste, de voz letal, regían la vida del burgo y eran su alto calendario de normas y sucesos. En el buen tiempo se desplazaban en aturdidos giros transparentes, como círculos de aves fundiéndose en la luz solar. En el lluvioso, sonaban opacas, distantes y próximas a la vez, con un glogueo sumergido en la blanda modorra de los orballos.
En medio de las cambiantes arquitecturas y huidizas voces de la vida civil, era la catedral la soberbia terca y permanente de una conciencia inmortal y sus campanas las voces admonitorias que arrojaban, hora tras hora, sus paladas de muerte sobre el gárrulo blacear de los humanos que se agitaban allá abajo, aparentemente desentendidos, por sus sendas de hormigueo.
El burgo esperaba las órdenes del templo para amanecer, para trabajar, para comer, para amar, para dormir. Antes de que el día fuese una rosada sospecha en los más apartados horizontes, ya la campana mayor, con el toque de misa de alba, abarcaba en la cúpula de sonido negro todo el presumible contorno, como acotando los límites del día; y a fin de que la aurora, que llegaba desperezando sus vapores por los altos del Montealegre, pudiese hacer pie, filtrándose por los toldos boscosos del valle, la "prima", campana de voz impúber, agitada en presurosa síncopa, limpiaba con su claro pañuelo las legañas de las ventanas y ordenaba el primer desfile de las golondrinas.
En medio de los inestables rostros de la vida civil, la basílica era el punto referencial de una quietud que ni se dejaba subyugar por la mutación de lo natural, que en aquel sitio del mundo todo lo contamina y modifica con el tempo de sus cambios: incluso las almas y las cosas de la quietud. No obstante, como sobre un gigante dormido, los dedos del aire traicionaban esta pasividad e iban poniendo suavemente en los costados de la mole el gualdrapeado de los líquenes que, con su coloración, la hacían participar del cambio de las témporas. La sobria emanación vegetal laminábase contra los planos y curvas del granito, llenando sus poros de sutil materia cromática. Y así la catedral era plomiza en los inviernos, hasta participar en la presencia vaporosa de las nubes bajas; en la primavera los musgos la acuchillaban de ángulos verdes, como terciopelos ajironados; en el verano la decoraban unos grises de acero brillante, atemperados por lampos de un rosado cardenal, y en el otoño era como una acumulación de bloques de oro, asaeteados por los combates flamígeros de unos crepúsculos de tan belicosa, arcangélica acometividad, como no he vuelto nunca a gozar ni a sufrir...
Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia, Vigo 1997, Capítulo I, páxs.11-14
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