"Pero Auria no era un pueblo religioso. (...)
Pero Auria no era nada de eso; nada cubil, empezando ya por su ser en naturaleza y paisaje. Tendíase en la caída de un alto castro barbado de pinos, a lo largo de un río lento, ancho, patriarcal, que corría por entre viñedos buscando los valles del Ribero con su alegría frutal y su pachorra disnosíaca. Una literata le había llamado, con trabajada frase decimonónica, "bacante tendida entre viñas"; y las alabanzas antiguas, las de los itinerarios clásicos, las de los poetas medievales y de los escritores más hacia nuestros días, se referían a ella con elogios para su condición de abundancia y gozo en la producción y en el uso de las cosas que halagan el sentido. Las leyendas de glotones y recuento de célebres comerotas contaba por mucho en las tradiciones de la ciudad. Y en otro orden de cosas, todos los años recibía la Inclusa buena copia de críos nacidos de tapujos de la lujuria o de secretos amores; y, por su parte, los productos legítimos de los matrimonios eran célebres por su abundancia; todo lo cual prueba que las actividades de los aurienses distaban mucho de ir, tanto en lo normal como en lo clandestino de las costumbres, por las duras vías del ascetismo y del renunciamiento.
No; a pesar de la aparente fisonomía que le prestaba la "sociedad" beatona, Auria no era un pueblo religioso."
Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia, Vigo 1997, Capítulo III, páx. 21
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