“Marchaban en
silencio, cuidando de hurtar el pie a los tojos y a los pedruscos esparcidos
aquí y allá y no tardaron en avistar el bosque de Ancines, robledal en que la
luz se abría paso penosamente a través del follaje. Penetraron en la espesura,
iluminada a medias, y de pronto paró en seco el buhonero, sacudido por un
escalofrío que se le extendió vértebras abajo y dejó su piel vibrando
espeluznada. Palideció intensamente y
sus ojos flamearon un instante y tornaron
a apagarse de un modo increíble hasta quedar inexpresivos y casi
muertos, como si se hubiera extinguido de un golpe toda la luz y toda la
inteligencia que los animaban.
(...) los tres lobos fantasmales habían dado
la vuelta al peñascal y avanzaban hacia ella, mientras Benito, el único que
hubiera podido defenderla, se depojaba con furiosos manotazos de su ropa y,
revolcándose salvajemente por encima de la hierba y aullando como un demonio, se
unía a los sinietros animales y les guiaba hacia donde ella estaba.
(...) Desnudo y
apoyados los cuatro remos en el suelo a guisa de cuadrúpedo, rugía
espantablemente y hundía la cabeza entre las matas, frotándose frenético contra
ellas, sin reparar que se arañaba las mejillas y la frente y se prendía las
barbas en las asperezas.
Luego, de un brusco salto, se abalanzó sobre
la mujer, que yacía sin sentido, la estranguló con sus dedos crispados y le
clavó una y otra vez los agudos colmillos en el cuello hasta que brotó la
sangre a borbotones calientes. Con el rostro tinto y sin dejar de aullar
sordamente, siguió hozando con furia en la carne que las primeras dentelladas
habían puesto al descubierto y, ayudándose con los dientes y con las duras
uñas, desgarró los tejidos, cortó las venas, arrancó los nervios y los
cartílogos y lamió, lamió ávidamente, la humedad que había en ellos.
Abandonó luego su presa y, sin descansar del
esfuerzo realizado, sostenido por una fuerza interior irreprimible, resopló,
relamióse y, saltando sobre la niña, cuyo llanto iba siendo cada vez más débil,
destrozó su cuerpecillo, mordiendo y arañando ya la cara, ya el tierno pechito
sonrosado, que pronto quedó convertido en una piltrafa sanguinolenta, primero
bermeja y a poco amoratada.”
Martínez-Barbeito,
Carlos. El bosque de Ancines. Ayma editor de Barcelona, 1947. pág. 20-21