“Aquellos infelices
se sentían sobrecogidos como si por encima de sus cabezas batiese las alas un
gran pájaro siniestro. Sus sombras se proyectaban sobre los muros bailando una
danza grotesca. Acurrucados unos contra otros, apenas se atrevían a respirar,
salvo el señor Vigairo, que tomó la palabra:
-De otro de estos
capitanes de los lobos oí hablar yo, siendo rapaz, a mi abuelo, que en paz
descanse, el que vino de fuera y arraigó aquí al casarse con mi abuela. También
contaba de uno de su tierra, que era “pieiro” y se llamaba Pedro. Encomendaba
los animales perdidos para librarlos de los lobos y acertaba si ya estaban
comidos o si estaban salvos; otras veces echaba los lobos contra la gente.
(...)
-Así –prosiguió-
libraba de mal al ganado, pero otras veces metíase en un circo que trazaba en
el suelo, silbaba a los lobos en el monte y le venían a comer en la mano porque
los tenía sujetos con encantos. Y cuando no quería bien a alguno le mandaba los
lobos. El Santo Oficio lo hizo quemar.”
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