"No es una
leyenda urbana. Alguna vez se escribió sobre ello.
Verás, tengo al protagonista de esta historia a mi lado. Es un hijo de la emigración. Ya sabes, la mayoría se crió en las faldas de sus abuelas. Los padres partieron a Centroeuropa a buscarse la vida. Cierto es: crecer sin el abrigo de los padres deja muchas heridas en el alma. Parte de esta generación maduró llena de traumas. Muchos de ellos lo pagaron después entregándose a la bebida, inevitablemente inadaptados.
Crecieron con el Capitán Trueno y el Jabato. Padecieron severos internados de maestros de alas negras. Se tragaron todos los Nodos. Jugaron al fútbol con humildes pelotas de goma en las calles. Cuando podían compraban helados a dos reales en los blancos carritos de La Ibense.
A mi protagonista no le gusta hablar y menos que lo escriba. Lo convenzo al fin con la cita del griego: "Las cosas suceden para que alguien las cuente".
Por fin va y me dice: "Tendríamos diez años, en el barrio estábamos muy unidos, incluso habíamos hecho un pacto de hermanos. A veces buscábamos gresca con chicos de otros barrios y nos peleábamos al lado del Miño. Ahora me doy cuenta de que éramos ingenuamente felices. Escuchamos por primera vez canciones de rock a la vera de los coches eléctricos, allá, al fondo de la Alameda".
Mi amigo hace una pausa, se le humedecen los ojos: "Alguien nos trajo la más terrible noticia. Ahora sé que los favoritos de los dioses mueren jóvenes. Les tienen envidia. El mejor de nosotros murió bajo las ruedas de un maldito camión".
Imagínate, todos quedamos abatidos. Nos reunimos en círculo y decidimos comprar una corona de flores. La más grande. Eran malos tiempos. Entre todos apenas reunimos unas pocas monedas. La floristera nos dijo que con aquello apenas nos podría dar un par de flores.
No nos arredamos, pero no hubo posibilidad de conseguir más dinero. Uno de nosotros decidió: "Todos al cementerio de San Francisco". Lo recuerdo bien, era un lluvioso tres de diciembre de 1979. Anochecía. Saltamos el muro con decisión. Caminamos lentamente entre las tumbas. Dimos con una en la que apenas sobresalía la cruz. Tan cubierta estaba de flores todavía frescas.
Arramplamos con la corona más grande, nos deshicimos de su cinta y salimos clandestinos del cementerio. "Debía ser alguien importante", comentamos.
Con nuestras monedas, la floristera, nos dispuso otra cinta con nuestros nombres y una frase: "Siempre en nuestra memoria, amigo". Todo el mundo quedó sorprendido. Era la mayor corona del entierro. Su madre, lloró emocionada al verla y conmovida nos abrazó uno a uno.”
(Tres días antes llovía torrencialmente cuando llegó el cadáver de Eduardo Blanco Amor a Ourense. Después me enteré que nadie sabía qué hacer con su cadáver. Por fin, sus amigos lo llevaron al ayuntamiento. Tuvo un entierro con honores. Mi amigo sonríe cómplice: “ Estoy seguro: D. Eduardo se sintió feliz de haber compartido su corona de flores”)"
Verás, tengo al protagonista de esta historia a mi lado. Es un hijo de la emigración. Ya sabes, la mayoría se crió en las faldas de sus abuelas. Los padres partieron a Centroeuropa a buscarse la vida. Cierto es: crecer sin el abrigo de los padres deja muchas heridas en el alma. Parte de esta generación maduró llena de traumas. Muchos de ellos lo pagaron después entregándose a la bebida, inevitablemente inadaptados.
Crecieron con el Capitán Trueno y el Jabato. Padecieron severos internados de maestros de alas negras. Se tragaron todos los Nodos. Jugaron al fútbol con humildes pelotas de goma en las calles. Cuando podían compraban helados a dos reales en los blancos carritos de La Ibense.
A mi protagonista no le gusta hablar y menos que lo escriba. Lo convenzo al fin con la cita del griego: "Las cosas suceden para que alguien las cuente".
Por fin va y me dice: "Tendríamos diez años, en el barrio estábamos muy unidos, incluso habíamos hecho un pacto de hermanos. A veces buscábamos gresca con chicos de otros barrios y nos peleábamos al lado del Miño. Ahora me doy cuenta de que éramos ingenuamente felices. Escuchamos por primera vez canciones de rock a la vera de los coches eléctricos, allá, al fondo de la Alameda".
Mi amigo hace una pausa, se le humedecen los ojos: "Alguien nos trajo la más terrible noticia. Ahora sé que los favoritos de los dioses mueren jóvenes. Les tienen envidia. El mejor de nosotros murió bajo las ruedas de un maldito camión".
Imagínate, todos quedamos abatidos. Nos reunimos en círculo y decidimos comprar una corona de flores. La más grande. Eran malos tiempos. Entre todos apenas reunimos unas pocas monedas. La floristera nos dijo que con aquello apenas nos podría dar un par de flores.
No nos arredamos, pero no hubo posibilidad de conseguir más dinero. Uno de nosotros decidió: "Todos al cementerio de San Francisco". Lo recuerdo bien, era un lluvioso tres de diciembre de 1979. Anochecía. Saltamos el muro con decisión. Caminamos lentamente entre las tumbas. Dimos con una en la que apenas sobresalía la cruz. Tan cubierta estaba de flores todavía frescas.
Arramplamos con la corona más grande, nos deshicimos de su cinta y salimos clandestinos del cementerio. "Debía ser alguien importante", comentamos.
Con nuestras monedas, la floristera, nos dispuso otra cinta con nuestros nombres y una frase: "Siempre en nuestra memoria, amigo". Todo el mundo quedó sorprendido. Era la mayor corona del entierro. Su madre, lloró emocionada al verla y conmovida nos abrazó uno a uno.”
(Tres días antes llovía torrencialmente cuando llegó el cadáver de Eduardo Blanco Amor a Ourense. Después me enteré que nadie sabía qué hacer con su cadáver. Por fin, sus amigos lo llevaron al ayuntamiento. Tuvo un entierro con honores. Mi amigo sonríe cómplice: “ Estoy seguro: D. Eduardo se sintió feliz de haber compartido su corona de flores”)"
No hay comentarios:
Publicar un comentario