"La sensación de frío, y la camisa abierta, restablecieron una rápida continuidad con todo lo anterior. Entré en la alcoba. Estaba todo bastante cambiado. El párroco de Santa Eufemia leía un libro en voz alta. Tuve que admitir la ridícula probabilidad de haber perdido el conocimiento durante un largo rato. (...)
Y es que yo vivía sólo con los oídos. Al fin me llegaron las badajadas del toque de alba. ¡La campana mayor de la catedral! Sí, todo oídos, todo yo un oído, vibrando atento, sobre el mundo.¡Sí, el toque de alba!
Salí, crucé la calle, doblé la esquina -me di cuenta que iba en mangas de camisa- y entré en el templo. El día no era allí ni siquiera una insinuación de luz lejana. No era más que el toque de alba. A pasos rápidos, crucé las naves sin cerciorarme de si me veían o no. Entré en la capilla del Cristo, descorrí la cortina y encendí el escándaloso reflector eléctrico que el Cabildo había mandado instalar en la pasada novena. La luz dio de lleno en la imagen revelándola horriblemente. Salté la baranda, cogí un candelabro del altar, lo balanceé un instante tanteando la dirección y se lo tiré a la cara. Se oyó un ruido seco, apergaminado y me pareció que la cabeza se había levantado un instante, con el impacto. Algo se desprendió de su mejilla y quedó en su lugar un socavón obscuro al que asomaba algo grisáceo, sólido, vagamente puntiagudo. Subí de nuevo las gradas laterales para apagar la luz. Miré más de cerca y quedé sin aliento. Lo que allí asomaba era un hueso, un pómulo.
¡El milagroso Santo Cristo de Auria era una momia humana!
El pueblo se conmovió como nunca. No se habló de otra cosa en el velatorio de mi madre. El obispo dispuso el cierre del templo para que fuera nuevamente consagrado, y el Cabildo se mantuvo en un silencio dolorido y sincero. La prensa liberal guardó un tono mesurado y apenas El Miño se permitió exhibir un artículo de un antiguo colaborador, arqueólogo y ateo, que había afirmado, allá por los comienzos del siglo, que "aquel Cristo no era una imagen de la humana industria, al menos en el sentido normal del vocablo". (...) Antes de que el templo quedase de nuevo librado a los servicios, llegó un misterioso extranjero, que no hablaba palabra de español. Se hospedó en el palacio episcopal, y partió una semana después, dejando la imagen tan cabal como antes. Todo aquello me tuvo deprimido, avergonzado; pero el dolor de la pérdida de mi madre convertía todo a mi alrededor en meras insignificancias.
Antes de terminar la semana de duelo, recibí un mensaje urgente de don José de Portocarrero, para que fuese, lo más pronto posible, a estar con él, en su casa; un pequeño hortal, con vivienda, en la carretera de Trives. (...)
-¡Juro que no fui yo!
Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia,
Vigo 1997, páx. 366-369
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