domingo, 23 de febrero de 2014

Tras la curva de la farola

"No intenté la menor protesta cuando me dijeron, la víspera de la partida, que haríamos una confesión y comunión en la catedral. Aquella vez transigí con que la comunión fuese en la capilla del Santo Cristo. (...)

Cuando el tren iniciaba la bajada del Ribeiriño, último punto desde el cual se ve la ciudad en su conjunto, me fui al pasillo del tren. Los chicos quisieron seguirme y oí que la madre les decía, sofocando la voz:
-Déjenlo solo, ahora...

A medida que el valle iba hundiéndose tras las colinas, me fue venciendo una tristeza tan pesada que semejaba quererme asfixiar. Sabía muy bien que, tras la curva de la farola, sería el final. El llanto empezó a desatárseme con un fluir lento, caliente... Yo no hacía el menor esfuerzo por contenerlo ni sentía el menor pudor de que me viesen llorar.

 Lo último que iba quedando en el horizonte era la torre grande de la catedral, enhiesta, poderosa, feudal casi. Pero también ella iba hundiéndose, borrándose. Al final brillaron en la atmósfera los hierros de su cruz como un pectoral puesto sobre el pecho del cielo
 -¡Dame tu fortaleza, dame tu impasibilidad!-murmuré.

 Y luego, todo desapareció tras una espesa cortina de pinares. Pero yo me quedé con la frente pegada a los vidrios.

Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia, Vigo 1997, páxs. 448-450 (última páxina)

No hay comentarios:

Publicar un comentario