"Me iba quedando cada vez más solo. Estuvo a punto de separarme definitivamente de Amadeo un suceso que, en sí, carecía de significación, pero al que él concedió una importancia exagerada. Toda mi actividad, en lo físico, se descargaba en largos paseos por los alrededores de Auria en los que él era -y a veces Valeiras- mi infatigable acompañante. Le había tomado fastidio a la ciudad.
Temía las explicaciones o, lo que era peor, las condolencias y disimulos por lo de aquéllos. Sentía gran añoranza hacia la peña del café de la Unión, donde unos cuantos muchachos íbamos esbozando, bajo la guía de algunos jóvenes profesores de la Normal y del instituto, que dictaban allí su mejor cátedra, la configuración, todavía lejana, de lo que habría de constituir nuestro esquema del mundo."
Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia,
Vigo 1997, páx.372
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