"Yo me fui a pasos lentos hacia el balcón. Lo abrí con manos torpes. Caía mi mirada sobre la calle. Todo estaba en su sitio: los almacenes de San Román, los carros parados enfrente; a lo lejos, el Campo de San Lázaro. Sí, todo se veía con claridad desde aquel quinto piso; la luz estival no dejaba ningún rincón indemne donde puediera refugiarse lo increíble... Pero de lo que estaba perfectamente seguro era de que si en aquel momento se hundiese el balcón yo quedaría flotando en el aire."
Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia,
Vigo 1997, páx.439
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