"Ruth trabajaba duramente todos aquellos días en la preparación de un concierto que había pedido la marquesa de Velle para una de sus trapacerías benéficas. Yo estaba furioso de antemano; se presentaría otra vez ante los lechuguinos de la sociedad auriense, que la elogiarían, la aplaudirían, hablarían de ella, la invitarían a nuevas casas; tal vez alguno de aquellos pisaverdes, todos mucho más apuestos que yo, todos con dineros...
Bach, Fantasía cromática y fuga; Beethoven, op.57; luego unos estudios de Chopin, y para las "propinas" algunas de aquellas cosas intrincadas de un francés que andaba haciendo ruido en los últimos tiempos: Debussy, y que a nadie le gustaba pero que a Ruth la enloquecía y se lo metía a todo dios por los ojos, es decir, por los oídos."
Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia,
Vigo 1997, páx.435-436
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