"Era la hora de la siesta cuando entré en la catedral. Extrañamente, en aquella visita resonaban otras anteriores angustias, que ya parecían expulsadas del recuerdo. Me poseía otra vez una emoción arcana, pueril. En aquellos momentos en que tan inválidos parecían los medios humanos, regresaba yo por los anteriores caminos, tal vez a someterme de nuevo a aquella potencia obscura o a pretender dominarla; de todas maneras, sintiendo, otra vez, mi pie en el abismo...
Al arrodillarme frente al Santísimo Cristo de Auria advertí, tal el vicioso que vuelve a su vaso o a su droga, que la imagen, al menos en aquel trance, mantenía sobre mí su dominio casi absoluto."
Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia,
Vigo 1997, páx.358-359
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