"Paseábamos por la Alameda del Concejo. En los jardinillos y en los paseos centrales bullía y bailaba el populacho esperando los grandes fuegos artificiales de las vísperas del Corpus. Los árboles estaban moteados de farolillos multicolores y la brisa llevaba a lo lejos los globos de papel de seda. Por entre las copas de los grandes plátanos vestidos de junio veíamos estallar los ramilletes de la cohetería.
- (...) Claro está, tú metido en este recinto de piedra, o en este paisaje disolvente, no te queda otra evasión que caerte hacia algo, vivir en otro, ser en otro...
(...) Nuestro paseo se había ido prolongando hasta el monte del Couto. Veíamos, de arriba a abajo, el folión, como en una perspectiva impresionista, revelado por las pinceladas de las luces y de los fuegos artificiales, al otro lado del río. Amadeo se quedó callado y triste.
-(...) Me ahogo aquí, contigo. Quiero meterme en el folión; bailar la polka con las criadas, sentir su olor y beber vino en las tabernas con los aldeanos.
(...) Al llegar de nuevo a la Alameda, no quiso entrar al paseo y me despidió con un adiós seco, sin darme la mano. Yo me fui a ver los fuegos artificiales y no bailé la polka con las criadas porque me acordé de mi luto reciente, no porque me faltasen las ganas. Pero, en cambio, bebí vino en las tabernas, confundido con los paisanos romeros. Bebí tanto, que, por vez primera en muchos meses, sentí que la vida era grata y el mundo no tan difícil."
Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia,
Vigo 1997, páx.397-402
No hay comentarios:
Publicar un comentario