jueves, 13 de febrero de 2014

Nuestras miradas se cruzaron, tristes

"Nos mudamos un mes después. Tuvimos que dejar la casa grande donde habían nacido tantas generaciones de los nuestros. Nos trasladamos a un pequeño piso de la carretera de Trives que se iba haciendo calle, como casi todas las otras, por la lenta expansión de Auria rebasando los antiguos extramuros.(...) Una de las circunstancias que más me  hirió en aquella despedida, fue el asomarme, por última vez, a la ventana de mi cuarto, por la que mi niñez tantas veces se había asomado al trasmundo de la catedral. Allí estaba el David -demasiado sabía yo ahora que era una estatua de transición, del siglo XIII- con su vida inmóvil, la cabeza inclinada, como oyendo el cordaje del arpa que, para ser más entrañable, no era monumental sino pequeña como una cítara, apoyada en su regazo, ceñida contra el pecho, como si necesitase ser uno con la vibración del escondido cántico que le llevaba a la comprensión de Dios:
     
              Cuando me cercaron las ondas de muerte y arroyos de iniquidad me asombraron...
            Tú ensanchaste mis pasos debajo de mi para que no titubeasen mis rodillas.


 Nuestras miradas se cruzaron, tristes. Yo permanecería en su ser y viviría cuanto él viviese. Ya no volvería a verle más que desde la común perspectiva de la calle, que lo hacía insignificante, perdido allá, en lo alto, una nota más en el rítmico frenesí de la fachada, y él moriría también un poco al no tener sobre su postración beata la ansiedad de aquel alma infantil que vibraba desde lejos como otro delicado instrumento. Ahora iba a ser tan mío como de todos y renunciaba a él para no compartirlo. Acostumbrado a su trato, por aquel silencioso y limpio puente de luces sobre el gárrulo bracear de los humanos, jamás levantaría de entre dos la cabeza para verle desde el hondón de la calle de las Tiendas, que, como todas las calles, tenía algo de cloaca. No; allí quedaba, perpetuo y maravilloso... Todos los soles, todas las lunas, todas las lluvias, todas las escarchas, todos los luceros sobre él, salvado en mi alma de su quieta misión ornamental, donde sigue viviendo una vida tan fuerte como la de los otros seres que han gastado sus sangre a mi alrededor y que aún perduran girando en las canales donde también la mía rueda y se destroza.

  ¡Adiós, David, hasta el cielo, al que no valdría la pena de ir si no fuesen con nosotros algunas de las pocas cosas unánimes que dieron anticipado sentido celestial a nuestras vidas!

Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia, Vigo 1997, páx.405-406

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