"Llevaba tres días sin econtrarse con Máximo y se dirigió a las oficinas del Lliceo para interesarse por él y, de paso, charlar con alguien hasta la hora de la comida. "Buenos días, Adolfo", saludó e inmediatamente avizoró el mehero blanco ("de los baratos", catalogó) encima de la mesa, otra buena ocasión; cuando uno es viejo siempre puede recurrir al despiste o a esa degradación del riego sanguineo que hace olvidar tantas cosas, incluso la exacta pertenencia de un encendedor a un dueño concreto."
José María Pérez Álvarez, Las estaciones de la muerte. Duen de Bux, Ourense, 2008. Pág.144.
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