"Frente a nosotros estaba el David, sin relieve, como laminado contra el resplandor de las vidrieras encendidas de luna. Contra las luminosas estalactitas pasó el vuelo callado de una lechuza.
Continuamos un largo rato metidos en aquella conversación laberíntica. Desde hacía un tiempo, los coloquios con Amadeo me sobreexcitaban cada vez más. Ya no eran sólo sus palabras y su voz, sino su cercanía corporal. (...)
Otras veces, en los cerrados boscajes que formaban las riberas del Sila, donde íbamos muchas tardes a nadar, me perseguía con cortos aullidos, como de salvaje, y cuando lograba alcanzarme caíamos en el césped, luchando."
Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia,
Vigo 1997, páx.341
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