"-¿Qué te pareció?- dijo Amadeo, cuando llegábamos al café de la Unión.
-¡Sublime!- me quedé pensando en aquella ramplonería, pero no me fue posible dar con otra palabra. Tomamos chocolate, salimos de allí cerca de la una y caminamos al azar, dejando andar los pies a su antojo. Hacía calor. Cruzamos el barrio de las fuentes termales, llamadas las Burgas, envuelto en un vapor gris con olor ligeramente sulfuroso. Al final de la calleja, en el gran lavadero, más de medio centenar de mujeres, como transfundidas en aquella bruma caliente, armaban la cháchara y el canturreo, golpeando la ropa y moviéndose como fantasmas a la luz pitañosa de las escasas ampollas eléctricas metidas en rejillas de alambre, llenas de telarañas. Cruzamos por el puente del río Barbaña y ascendimos por la colina frontera. Nos detuvimos en lo alto, bajo un soto de robles. Asomaba tras la montaña la luna como un lento balón pulido, dejando en sombra el lugar donde estábamos, y lanzando sus haces sobre el panorama de la ciudad. Me di cuenta, por vez primera, que desde allí debían de tomarse aquellas vistas que luego se vendían en postales dobles: "Auria: Vista general". Brillaba la ciudad con sus cubos pétreos embadurnados de plata agrisada. (...)
Frente a aquella réplica de estaño con que la ciudad reflejaba el entusiasmo de la luna, la catedral se esfumaba en el conjunto, aplastada por el mando uniforme del color. Hubo un momento en que quise contarle a Amadeo mis viejos terrores y conflictos. Él los entendería como nadie, mejor que yo mismo. Mas ¿para qué iba a enajenarlos, a vaciarme de aquellos recuerdos que eran lo más mío, lo único mío de mi infancia? (...)
El silencio fue roto por un coro de gallos, más dilatado cada vez. Por los altos del Montealegre se iba corriendo una franja de verde acuoso que empezó a destacar, en negro, la pétrea cruz sobre el dolmen. Luchaban en las fronteras del aire las sombras y las luces, y la contienda se resolvía, lenta, en una zona de plata acarminada, translúcida, inconsistente. Nuestras caras iban saliendo de la negrura y empezábamos a ser más que voz y tacto.
Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia,
Vigo 1997, páx.334-337
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