"De aquellos días conservo una de estas imágenes. La Audiencia provincial, a cuyas vistas de procesos criminales asistíamos los de Auria como a un espectáculo que por tan habitual ya había dejado de ser excitante, dio un fallo de sentencia de muerte que conmovió a la población. (...) Vivían los protagonistas en unas tierras altas, entre los pinares del camino a la Manchica.(...) Por otra parte, el hecho de haber mandado a su hija única a educarse en las Carmelitas, de Auria, desde los siete años, es decir, desde que quedara viudo, hasta los catorce que tenía cuando de nuevo la llevó a vivir con él, no encajaba en las costumbres comunes a los campesinos. (...)
No obstante, la sentencia a garrote vil conmovió a la ciudad, que se sintió deshonrada porque en su recinto se alzase un patíbulo. No había memoria de que allí hubiese funcionado jamás una horca. Algún reo, incluso, había llegado a estar en capilla, pero jamás llegó a consumarse, en Auria, esta bárbara forma de aniaquilamiento de un ser humano. (...)
Se alzó, pues, el cadalso, allá en las afueras del pueblo, dende la ejecución sería pública dos días después, por la mañana. La ciudad amaneció con un aire de siniestra preocupación. Todo el mundo estaba agitado. (...) Los chicos del pueblo anduvieron incansablemente, excitadísimos, entre la ciudad y campo del Polvorín, que era un paraje triste y pelado, como lunar, trayendo noticias fantásticas sobre la construcción del siniestro armadijo que los carpinteros agremiados del burgo se habían negado a levantar y que fuera encomendado a unos aserradores portugueses. Por su parte, las lavanderas del riacho que cruzaba el campo del Polvorín, habían levantado sus tendales trasladándose a la cercana represa de la Sila.(...)
La víspera de la ejecución la gente anduvo hasta altas horas de la noche por las inmediaciones de la cárcel, y en las casas devotas se rezó un triple rosario por el alma del reo.
Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia,
Vigo 1997, páx.301-305
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