"La palabra de mi padre se iba acelerando, evitando matices y pormenores, como pasando de largo frente al hecho principal en lo que a él competía.
-Sin decir una palabra a nadie, me fui a casa de Modesto y luego a la fonda, a coger algún dinero y a disponer de cosas... Después me dirigí a la catedral. Tuve que esperar dos horas mortales, por allí escondido. Cuando ya estaban todos rebuznando, salí de mi escondite y salté el barandal del coro con unas intenciones de hiena, te lo confieso. A pesar de la poca luz me reconocieron y hubo una espantada general de canónigos. Y eso que yo iba sin armas. ¡Qué animalada, qué estúpida imprevisión! El primero que me hizo frente fue el pobre Portocarrero, al que no tuve más remedio que tumbar de un golpe en el estómago. ¡Pobre don José, allí quedó sin menearse! Eucodeia, que era la pieza que yo iba cobrar, saltó como un corzo del escaño, y quiso huir, mientras yo despachaba a Portocarrero; pues la verdad es que me tuvo trabado unos instantes, con su fuerza de gañán. Pero lo hizo tan mal Eucodeia que se fue de bruces. Se ve que su destino es ése. Cuando se levantó yo estaba ya a su lado. Me eché a él y le di cuantas pude, que no fue cuantas quise.
Lo notable es que todo fue con música, pues el organista, yo no sé si por miedo o por acallar la zalagarda, echó a volar todos los fuelles del instrumento, que aquello era un trueno.
Yo me callé, imaginando la escena, saboreándola y añadiéndole pormenores. (...) Porque más que la tunda a Eucodeia, lo que estimulaba mi íntima alegría era la humillación inferida al templo mismo.
Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia,
Vigo 1997, páx.258-259
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