"Más por prodigar los encuentros con Araújo que por testimoniar su pésame, asistió al entierro; era una tarde de calor seco y mientras remontaban la carretera que conducía al cementerio de San Francisco, rememoró otras muertes que él había maquinado y que habían culminado por cauces imprevistos. Araújo caminaba cogido de los brazos de dos desconocidos; adivinó sus ojos empapados, no de lágrimas sino de una melancolía infinita, como un pájaro que regresa de un largo periplo y encuentra su nido destrozado."
José María Pérez Álvarez, Las estaciones de la muerte. Duen de Bux, Ourense, 2008. Pág.126.
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