"Se encaminó sin prisa por las calles familiares y llegó a la Plaza de la Magdalena; siempre había amado aquella plaza recoleta y silenciosa (en realidad, pensó, siempre había amado aquella ciudad o, al menos, la parte antigua de la ciudad, lo que constituía el viejo corazón cansado de la misma, pese a que las nuevas urbanizaciones intentasen trasplantar dicho corazón a zonas de reciente implantación plagadas de comercios luminosos y cafeterías impersonales y bancos grises y automóviles descomponiendo el pulso milenario de la urbe); se sentó en la base del cruceiro y encendió un cigarrillo acompañado de palomas que volaban presas en la querencia cuadrangular del ámbito.·
José María Pérez Álvarez, Las estaciones de la muerte. Duen de Bux, Ourense, 2008. Pág.64-65.
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