Desde antiguos tiempos tienen los
orensanos fama tan justificada de buen humor y de ingenio, que esta simple
afirmación es un axioma bien comprobado; pero en la segunda mitad del siglo XIX
surgieron inesperados acontecimientos locales, durante unos doce años, que
tuvieron en jaque a las personas sensatas y a los serenos de la capital. El
caso insólito lo cuenta con cierta gracia irónica el orensano por esencia Valentín
Lamas Carvajal, en las páginas de Gallegada. Reproducimos aquí, en castellano,
parte de lo que el admirable poeta y gran periodista escribió en impecable y perfecto
gallego. Pasaron muchos años -dice-; se olvidaron muchos recuerdos;
desaparecieron las más viejas costumbres de Orense; pero no se barrió de la
memoria de las gentes el recuerdo de Os graxos da Burga. Aun hoy se
extiende por las villas de toda Galicia, pues lo mismo que la sombra acompaña
al cuerpo, así esta mala fama va siguiendo y persiguiendo también a los hijos
de Orense por donde caminan; y como si se tratase de un foro o de una renta
perpetua, venimos pagándola nosotros, sin que nos valga reunir dinero para
redimir esta gabela que nos echaron a costillas antes de que naciésemos.
El
caso es que poco después del año 1834, en que los frailes fueron expulsados de
los conventos, dos huérfanos de 17 años, que no tenían oficio ni beneficio, ni
quien les diese de comer, ni sitio donde poder acogerse, cansados de pasar
hambre por las rúas, a los ocho días ya encontraron un lugar entre la Burga de
Arriba y la Burga de Abajo. En las noches de invierno dormían al calorcillo de
las Burgas; en el verano hacían sus fechorías por las tardes cuando los rayos
solares retenían en sus casas a los vecinos que no querían achicharrarse, y por
las noches salían a tomar el fresco para arrapañar lo que pudiesen. A
los pocos días ya contaban con muchos adictos, hijos de familias pudientes y
relevantes; a los cuatro meses ya tenían nombradía en más de siete leguas a la
redonda, y contaban con su cobijo, que pomposamente llamaban Casino; y
sus habitadores eran ya conocidos con el nombre de graxos da Burga. Los
más ilustres eran legisladores, ingenieros, arquitectos y trabajadores que
fundaron las bases de aquella sociedad de vagos. Para ser graxos da
Burga no se pedía patente, ni cuota de entrada, ni certificación de buena
conducta, ni los apellidos paterno y materno, ni siquiera el nombre de pila del
peticionario para formar parte de la pandilla. Con decir "aquí
estou", estaba ya hecha la presentación y la admisión. La ley social
de los graxos concentrábase en una frase lapidaria, desnuda de retórica;
Todo é de todos. No había, pues, en aquella comandita ganancias, ni
pérdidas, ni capital, ni trabajo. Si alguno lograba arrapañar algo bueno
en una taberna o en otro lugar lo disputaban todos en hermandad, y pobre del graxo
que se atreviese a mordiscar lo que era de todos y para todos.
Tuvieron los graxos
sus etapas duras y sus malas épocas, y no dejaron de pasar sus fatigas y sufrir
sus reveses y contratiempos, pues hasta llegaron a apedrearlos. Fueron la
pesadilla y el tormento de los serenos, porque cuando éstos creían tenerlos cogidos
o descuidados, las luces del casino se apagaban instantáneamente por
arte de brujería, y los héroes del chuzo quedaban burlados. Afortunadamente, el
año 1846, con la llegada del provincial de Orense, desaparecieron los graxos
da Burga, que han pasado a ser tambores y cornetas después de resistir un
asedio en toda regla que le puso un piquete de soldados. Y desde entonces no
quedó de los graxos da Burga más que el recuerdo.
Eladio Rodríguez González (1958-1961): Diccionario enciclopédico
gallego-castellano, Galaxia, Vigo
Información extraída da páxina dixital: Dicionario
de Dicionarios, Corpus lexicográfico da
lingua galega, Instituto da lingua galega, Universidade de Santiago de Compostela.
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