"Poco
nos podemos detener, porque el tiempo de que disponemos es poco y para ver el
convento haría falta un mes.
Extensos
corredores que se cruzan y entrecruzan, filas de celdas, salones inmensos,
escaleras perdidas en el espesor de los muros que, ora serpean por altos
torreones ó descienden hasta lóbregos subterráneos, patios distintos, claustros
sin fin; por último, un laberinto del cual es imposible salir y que aturde,
marea, fascina con sus vueltas y revueltas, sus arcadas derruidas, sus columnas
vacilantes, sus desiertas celdas, sus abandonados salones de altas é imponentes
bóvedas bajo las cuales aun se figura la imaginación oir los pasos de los
antiguos frailes que errantes vagan gimiendo en las ruinas.
Y
todo esto cubierto de yedras y jaramagos, de alelíes y zarzas, formando
colgantes puentes, enredadoras guirnaldas, caprichosos lazos, flotantes flecos,
floridas matas, impenetrables bosquecillos, verdes tapices, bien olientes
búcaros dánle un aspecto pintoresco, agradable, poético, sonriente que
embelesa, admira, complace y encanta y que al mismo tiempo que recrea la vista,
esparce y sorprende nuestro oido con agradables armonías, mezcla de gemidos y
de ayes, apagados cantos, lejanas vibraciones, misteriosos acordes, alegres
risas, melancólicas cantinelas, que todo esto y mucho mas produce el juguetón
cefirillo deslizándose entre la movible fronda.
Y
en medio de todo esto, siente uno que el asombro y el terror se apoderan por
completo del alma ante aquéllos balcones sin antepecho cerniéndose sobre el
abismo, aquellas bóvedas agrietadas que amenazan desplomarse, aquél pavimento
que tiembla bajo los más leves pasos, y aquél aire comprimido que repite cien y
cien veces el más ténue sonido despertando los adormidos ecos.
Tratemos,
pues, de dar únicamente una ligera idea."
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