"El
muro de los diestros cesa de repente para dejar paso á rugiente catarata que se
despeña desde increible altura formando vaporosas blondas y nítidos encages de rizada
espuma, muriendo al fin en transparente lago de floridas márgenes.
Es
el antiguo Ursaria que los frailes encauzaron por medio del convento para
formar sus afamadas pesqueras.
Atravesamos
rústico puentecillo, andamos unos pasos y ante nuestros ojos aparece la
suntuosa, la magnífica, la grandiosa fachada del célebre convento.
Por
fin hélo allí: el Escorial de los Bernardos, el Rey de los monasterios, como le
llama Fernando el Santo, el gigante de piedra, solo, abandonado, triste,
hablándonos de una grandeza que pasó para no volver y de un tiempo de fe y de
poesía.
Ante
esas ruinas cubiertas de alelíes y jaramagos se pierden todas las
preocupaciones y el alma del artista se eleva á otros tiempos, á otras
costumbres, á otros ideales.
¡Cuántas
veces el errante bardo con la guzla á la espalda, vagando de castillo en
castillo por estas abruptas montañas habrá llegado al pié del solitario
convento!
Al
dulce vibrar de sus cuerdas gemirían los goznes de las cerradas puertas y se
abrirían para ofrecerle hospitalidad.
Ante
su trémula voz, que celebra torneos y batallas, zolazaríanse los frailes y en
un momento de entusiasmo colgarían de sus cuellos ricos presentes.
Cuanto
el poderoso señor de vecina fortaleza, con las manos tintas en sangre de sus
enemigos vendría á descansar de sus fatigas bajo las sombrías bóvedas.
(…)
la sencilla campesina escucharía (…) el grave canto del coro del convento.
Hoy
solo el viento vaga tristemente por sus desiertas celdas despertando los
adormidos ecos y gimiendo con voz tan triste y apagada, que parece un continuo
quejido de agonía.
¿Qué
resta de tantas grandezas? Nada, un montón de piedras que pronto desaparecerá
para quedar solo el recuerdo."
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