"El
paisaje varía completamente.
Al
verde trébol de los frescos prados suceden las negruzcas matas de áridas
montañas.
Por
doquier la vista se estiende no vé ni un árbol ni una casa; solo entre
gigantescos peñascos y como bajo su amparo encontramos el caserío de Silvaboa,
pequeño grupo de raquíticas cabañas en las cuales se albergan una docena de
míseros labriegos.
Así
caminamos un buen trecho sofocados por un Sol abrasador y un polvo seco y
asfixiante.
A
nuestra izquierda há tiempo que se eleva alto muro flanqueado de cuando en
cuando por pequeños torreones, cubiertos por festones de enredantes yedras,
entre las que asoma la zarzamora con su negro fruto semejando llúvia de azabaches
sobre esmeraldino manto.
Cerca
de una hora llevábamos de camino, al cabo de la cual llegamos á una pequeña
eminencia y el horizonte se despeja por completo.
A
nuestros piés queda el santuario de la Ventela, pequeña ermita donde
descansaban los frailes cuando salían de paseo; á la izquierda el pueblo de San
Martín, aldehuela formada por esclavos y siervos del convento, y que aún hoy
sus habitantes no poseen bienes teniendo que vivir de arriendo, y por fin allá
á lo lejos, perdidas entre el boscage de centenarios robles, colúmbranse las
torres del gigante monasterio.
A
su vista desaparece como por ensalmo nuestra fatiga y, ansiosos de llegar
pronto, apresuramos el paso."
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