Hace unos días vino a visitarme. ¡Qué sorpresa! Desde
los años 70, no sabía nada de él. Éramos adolescentes y aún no sabíamos
a donde nos arrojarían las mareas del destino. Tampoco conocíamos el
verso: “Que la vida va en serio, uno lo empieza a comprender más tarde”.
Convivimos cuatro años en el internado, siempre en la misma habitación. Éramos cómplices.
Me contó: estos últimos años vive casi como una anacoreta en la zona de Lobios, retirado de la Guardia Civil. Fue a finales de los 60 cuando fuimos por primera vez de putas. Habíamos visto en “La dolce vita” a Anita Ekberg lucir sus senos generosos. Como toda nuestra generación, perdimos la virginidad en aquel alegre y sórdido ‘barrio’ de la calle Villar. ¡Ah!, lluvioso anochecer, cien pesetas cada uno, esperando turno, mientras las palanganeras hacían su trabajo lavando ‘nuestras partes’. La mujer preguntó a mi amigo: “¿Gozaste, vida?”. Mi amigo respondió un poco avergonzado: “Sí, señora”.
Pero quiero contarte de aquel muchacho que dormía en la litera, arriba. Algunas noches lloraba silenciosamente. Sus padres llevaban muchos años emigrados en Alemania. Con frecuencia le enviaban regalos, y a mí me daba un poco de envidia. Pero, para sorpresa mía, abría los paquetes con desdén, enfadado y algo triste.
Al apagarse las luces, fumábamos clandestinos un ‘bisonte’ a medias. Ciertas noches me contaba sus cuitas: “Marcharon para Francfort cuando yo tenía siete años, crecí con mis abuelos, son a los que quiero. Mis padres vienen una vez al año y para mí son unos extraños. Los odio. Mis brazos se niegan a abrazarlos. Se enfadan conmigo porque los trato de usted”. Para que olvidase, yo le decía que me enseñase el silbido de las aves.
(Hace unos días cuando me visitó, me dijo: “¿Te acuerdas cuando perdimos la virginidad? Se llamaba Maruja, tenía los pechos grandes como quesos manchegos, nosotros teníamos quince años”.
Después, muy serio me contó: “Al salir del internado me metí en la Guardia Civil; pedí el lugar más peligroso del País Vasco, allí estuve toda mi carrera. Acudí a muchos entierros de compañeros. Bebí mucho, me llevé una gallega y no la traté como merecía. Sentí el rechazo de todo el mundo, oí las voces de algún torturado.
Todavía hoy, al caminar, presiento que me persiguen perros de presa. El psiquiatra del ‘cuerpo’ hurgó certero en mi infancia”. Caminamos por la ciudad. Recorrimos juntos la desolada calle Villar, allí me confió: “¿Sabes?, tengo ese mal que tienen muchos hombres, la maldita próstata”. Como cuando estaba en la litera, le dije: “Anda, enséñame el canto de los pájaros”.
Convivimos cuatro años en el internado, siempre en la misma habitación. Éramos cómplices.
Me contó: estos últimos años vive casi como una anacoreta en la zona de Lobios, retirado de la Guardia Civil. Fue a finales de los 60 cuando fuimos por primera vez de putas. Habíamos visto en “La dolce vita” a Anita Ekberg lucir sus senos generosos. Como toda nuestra generación, perdimos la virginidad en aquel alegre y sórdido ‘barrio’ de la calle Villar. ¡Ah!, lluvioso anochecer, cien pesetas cada uno, esperando turno, mientras las palanganeras hacían su trabajo lavando ‘nuestras partes’. La mujer preguntó a mi amigo: “¿Gozaste, vida?”. Mi amigo respondió un poco avergonzado: “Sí, señora”.
Pero quiero contarte de aquel muchacho que dormía en la litera, arriba. Algunas noches lloraba silenciosamente. Sus padres llevaban muchos años emigrados en Alemania. Con frecuencia le enviaban regalos, y a mí me daba un poco de envidia. Pero, para sorpresa mía, abría los paquetes con desdén, enfadado y algo triste.
Al apagarse las luces, fumábamos clandestinos un ‘bisonte’ a medias. Ciertas noches me contaba sus cuitas: “Marcharon para Francfort cuando yo tenía siete años, crecí con mis abuelos, son a los que quiero. Mis padres vienen una vez al año y para mí son unos extraños. Los odio. Mis brazos se niegan a abrazarlos. Se enfadan conmigo porque los trato de usted”. Para que olvidase, yo le decía que me enseñase el silbido de las aves.
(Hace unos días cuando me visitó, me dijo: “¿Te acuerdas cuando perdimos la virginidad? Se llamaba Maruja, tenía los pechos grandes como quesos manchegos, nosotros teníamos quince años”.
Después, muy serio me contó: “Al salir del internado me metí en la Guardia Civil; pedí el lugar más peligroso del País Vasco, allí estuve toda mi carrera. Acudí a muchos entierros de compañeros. Bebí mucho, me llevé una gallega y no la traté como merecía. Sentí el rechazo de todo el mundo, oí las voces de algún torturado.
Todavía hoy, al caminar, presiento que me persiguen perros de presa. El psiquiatra del ‘cuerpo’ hurgó certero en mi infancia”. Caminamos por la ciudad. Recorrimos juntos la desolada calle Villar, allí me confió: “¿Sabes?, tengo ese mal que tienen muchos hombres, la maldita próstata”. Como cuando estaba en la litera, le dije: “Anda, enséñame el canto de los pájaros”.
Jaime Noguerol, La Región 30/03/2014
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