
Entré en la catedral por la puerta del Reloj.(...)
Salí cuando se alejó el dignidad, y me detuve tras un haz de columnas, espiando quién había en la nave del Rosario, pues si algún conocido me veía me haría echar de allí, como otras veces.(...)
Apretando los dientes y los puños, como si temiese que la determinación que allí me llevaba pudiera escapárseme por algún lado del alma o de la piel, me encaminé resueltamente hacia la capilla del Cristo. (...)
Venía de las naves del Rosario la voz alada de los niños de coro que jugueteaba en el aire, puerilizando el rezo.(...)
Me quedé, pues, oculto, tras el altar de san Pedro Blanco, cerca del Pórtico del Paraíso, esperando que la puerta, que allí contiguo había, se escurriese de fieles. Luego, sin aguardar a que desfilasen los mendigos, crucé al descubierto y entré por la puerta baja y negra que llevaba al campanario de la torre mayor.(...)

A eso de las diez, echó ella una mirada al reloj del Ayuntamiento y se encaramó por la escalerilla...
(...) Este día, que era la víspera de san Martín...
Caía vertical mi mirada, sin un obstáculo, hasta las losas del atrio. (...) en aquel momento en que me hubiese dejado ir insensiblemente al otro lado de la vida (...) ¿Por qué no había elegido otro sitio?(...)
Las nieblas instantáneas, tan frecuentes en aquella estación, vinieron en sueltos jirones desde la próxima cuenca del Barbaña.(...)
No cabía duda de que Ramona había penetrado, como yo mismo, mis intenciones. (...) conocía la tradición de aquel lugar desde el cual algunos, a lo largo de los años, habían dado el salto infinito, por lo que estaba prohibido el acceso de visitantes a aquella balconada que los liberales de Auria habían bautizado, con fúnebre ironía:"la mística Tarpeya".
Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia, Vigo 1997, capítulo XXX, páx.177/187
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