miércoles, 25 de diciembre de 2013

"La mística Tarpeya"

"Di la vuelta por los soportales de la plaza del Trigo, tanto para guarecerme de la lluvia como para librarme de una posible vigilancia desde los balcones de mi casa.(...)

 Entré en la catedral por la puerta del Reloj.(...)

Salí cuando se alejó el dignidad, y me detuve tras un haz de columnas, espiando quién había en la nave del Rosario, pues si algún conocido me veía me haría echar de allí, como otras veces.(...)

Apretando los dientes y los puños, como si temiese que la determinación que allí me llevaba pudiera escapárseme por algún lado del alma o de la piel, me encaminé resueltamente hacia la capilla del Cristo. (...)

Venía de las naves del Rosario la voz alada de los niños de coro que jugueteaba en el aire, puerilizando el rezo.(...)
Para no ser visto tendría que salir por la puerta de los Profetas y entrar de nuevo por la del Reloj. Pero rechacé tal idea.(...)

Me quedé, pues, oculto, tras el altar de san Pedro Blanco, cerca del Pórtico del Paraíso, esperando que la puerta, que allí contiguo había, se escurriese de fieles. Luego, sin aguardar a que desfilasen los mendigos, crucé al descubierto y entré por la puerta baja y negra que llevaba al campanario de la torre mayor.(...)

La escalera rendía su última corola en un rellano final, donde sus curvas, mediante una dispersión de las nervaturas, se cambiaban en erectos balustres. Ocho ventanas abiertas en el muro, traían el alivio de la plena luz y daban salida a una balconada que sacaba su calado pecho, mecida en el aire, a cien varas del suelo. Los contrafuertes, cimborrios, cúpulas y demás cuerpos del templo quedaban allá abajo con sus aristas y lomos pétreos y herbosos. Hacia el horizonte era visible la traza de la cruz formada por el templo. La Fuente Nueva mitigaba las anécdotas de su cantería, transformada en un limpio medallón colgado en el pecho de la plazuela, y los cantos rodados, que empedraban la Plaza de la Constitución, perdían su juanetuda rudeza para convertirse en tapiz de lucientes escamas. La orgullosa Alameda del Concejo venía a ser una diminuta lámina de cuento infantil, y las gentes que transitaban por las calles de las Tiendas, por las del Tecelán o por la plazuela del Recreo, habían perdido la alternancia pedestre para figurar unos someros puntos que resbalaban por las lajas con andar reptante. (...)

A eso de las diez, echó ella una mirada al reloj del Ayuntamiento y se encaramó por la escalerilla...
(...) Este día, que era la víspera de san Martín...

Caía vertical mi mirada, sin un obstáculo, hasta las losas del atrio. (...) en aquel momento en que me hubiese dejado ir insensiblemente al otro lado de la vida (...) ¿Por qué no había elegido otro sitio?(...)

Las nieblas instantáneas, tan frecuentes en aquella estación, vinieron en sueltos jirones desde la próxima cuenca del Barbaña.(...)

No cabía duda de que Ramona había penetrado, como yo mismo, mis intenciones. (...) conocía la tradición de aquel lugar desde el cual algunos, a lo largo de los años, habían dado el salto infinito, por lo que estaba prohibido el acceso de visitantes a aquella balconada que los liberales de Auria habían bautizado, con fúnebre ironía:"la mística Tarpeya".

Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia, Vigo 1997, capítulo XXX, páx.177/187



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