martes, 17 de diciembre de 2013

La ceremonia litúrgica

"Llegamos cuando ya estaban en los kiries. Cruzamos las naves del Rosario, a donde llegaban las oleadas de incienso y el espeso pleamar de la música. Teníamos que alcanzar el sitio, entre el presbiterio y el coro, reservado, en aquella ocasión, para los niños comulgantes. (...)

La capilla de tiples, salmistas, tenores,  barítonos y sochantres, reforzada, como en todas las grandes ocasiones, por elementos  del ilustre Orfeón Auriense y por una orquesta adicional  de oboes, clarinetes, flautas y el delicado mundo de las cuerdas, era, de tanto en tanto, envuelta, arrollada, aniquilada por el vendaval del órgano grande, centro, excipiente y norma de aquella tromba musical.

(...) Las familias principales, revueltas con los fieles de toda condición, se colocaban donde podían en el amplísimo espacio de los brazos del crucero, colmados de gentes. (Esto era lo que hacía que las familias de Auria abominasen de la basílica, pues en las parroquias se les asignaban lugares especiales).


(...) El retablo del altar mayor se elevaba unas veinticinco o treinta varas del suelo, hasta alcanzar los últimos ventanales, formado por casetones con imágenes enteras historiando la Vida, Pasión y Muerte del Señor, desde la Anunciación hasta la Ascensión.

(...) En el grupo de los Salesianos, debió de ocurrir algún acto de indisciplina, pues se vio al Padre Papuxas, a quien apodaban así por su exagerado prognatismo, avanzar rápidamente hasta el centro de sus díscipulos y darle un par de repelones a Pepito el Malo...

(...) Yo pensaba que aquel templo sonoro, lleno de cristiandad y fulgente de luces, nada tenía que ver con la inmensa oquedad, con el impresionante bosque pétreo, con la soledad abrumadora, bárbaramente activa, de mis frecuentaciones...

Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia, Vigo 1997,capítulo XIX, páx.111-116

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