martes, 3 de diciembre de 2013

A catedral e o medo

"Desde muchas generaciones las gentes de mi familia habían nacido, vivido y muerto en una casa de tres pisos, situada frente a lo que debió haber sido la fachada principal del templo. Nos separaba de él la calle de las Tiendas, cuya anchura podían cubrir tres hombres cogidos de la mano. La galería de nuestro tercer piso alcanzaba apenas a la altura del arranque del gran pórtico exterior que daba al primitivo acceso a la nave principal; pues el templo estaba armado sobre los desniveles de la ciudad contruída al caer de una montaña, y por el lado que enfrentaba a nuestra casa se interrumpía bruscamente sobre un muro coronado de un balaustre, que tenía en su parte inferior, donde habían sido las antiguas bodegas y criptas, unos tabucos abiertos a ras de la calle, en bóvedas de medio cañón, ocupados por unos hojalateros, inquilinos del Cabildo, que llenaban la fimbria de las cercenadas bóvedas con el cabrilleo de los enseres de su trato. Realmente el templo había sido como guillotinado allí por la fantasía munincipal, que le amputara, dos siglos atrás, una magna escalinata, la cual, partiendo del pórtico, bajaba a través de lo que luego fue nuestra manzana, hasta una calle que seguía llamándose de la Gloria, aunque estaba, en aquellos hogaños, toda ella ocupada por fragantes tabernas.

Yo abrí los ojos a la tierna solicitación de las cosas de este mundo mirándome en aquel impasible bastión que afirmaba la terquedad de su misterio frente al dócil temblor y a la amante claridad de todas las otras imágenes y que ya, desde aquellos días primarios, me dio muestras de su poder secreto, de su implacable irreductibilidad. Entre otras, figura el que allí me viese la primera mención cabal del miedo: del miedo puro, sin causa precisa, de ese miedo que otros encuentran en la oscuridad de las casas, en los bosques, en el mar, en los resplandecientes cuchillos o en los ojos de las gentes.

(...) ¿Pero qué era todo ello comparado con el simple roer del viento en los ángulos de las torres  en las noches de ululante noroeste, o ver al monstruo moverse, con el despacioso  encabritamiento que le permitía su mole, bajo los arponazos de una intermitente luna, acometiéndose por entre nubes opacas y veloces, de bordes incandescentes...?

La ventana de mi cuarto daba, frente por frente,  con la columna del parteluz del gran arco doble que, como ya queda dicho, había sido en otro tiempo el pórtico de entrada. Coronado el capitel de esta columna, un pequeño David toca allí, desde hace seis siglos, su arpa de piedra. (...)

...en vez de sentir el templo como una incansable enemistad, como un agresiva fuerza mágica, trataría de hacerme amigo suyo para dejar de ser su esclavo. Escucharía con párvulo corazón sus bisbiseos maravillosos, y yo le contaría mis secretos que, ya liberado de su temor, no serían tantos;

Eduardo Blanco-Amor, La catedral y el niño, ed. Galaxia, Vigo 1997, Capítulo II, páxs.15-18

(nas páxinas 64 e 65 se profundiza na influencia do David no neno Luis)

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