viernes, 6 de diciembre de 2019

Aullando como un demonio

“Marchaban en silencio, cuidando de hurtar el pie a los tojos y a los pedruscos esparcidos aquí y allá y no tardaron en avistar el bosque de Ancines, robledal en que la luz se abría paso penosamente a través del follaje. Penetraron en la espesura, iluminada a medias, y de pronto paró en seco el buhonero, sacudido por un escalofrío que se le extendió vértebras abajo y dejó su piel vibrando espeluznada.  Palideció intensamente y sus ojos flamearon un instante y tornaron  a apagarse de un modo increíble hasta quedar inexpresivos y casi muertos, como si se hubiera extinguido de un golpe toda la luz y toda la inteligencia que los animaban.

 (...) los tres lobos fantasmales habían dado la vuelta al peñascal y avanzaban hacia ella, mientras Benito, el único que hubiera podido defenderla, se depojaba con furiosos manotazos de su ropa y, revolcándose salvajemente por encima de la hierba y aullando como un demonio, se unía a los sinietros animales y les guiaba hacia donde ella estaba.

(...) Desnudo y apoyados los cuatro remos en el suelo a guisa de cuadrúpedo, rugía espantablemente y hundía la cabeza entre las matas, frotándose frenético contra ellas, sin reparar que se arañaba las mejillas y la frente y se prendía las barbas en las asperezas.

 Luego, de un brusco salto, se abalanzó sobre la mujer, que yacía sin sentido, la estranguló con sus dedos crispados y le clavó una y otra vez los agudos colmillos en el cuello hasta que brotó la sangre a borbotones calientes. Con el rostro tinto y sin dejar de aullar sordamente, siguió hozando con furia en la carne que las primeras dentelladas habían puesto al descubierto y, ayudándose con los dientes y con las duras uñas, desgarró los tejidos, cortó las venas, arrancó los nervios y los cartílogos y lamió, lamió ávidamente, la humedad que había en ellos.

 Abandonó luego su presa y, sin descansar del esfuerzo realizado, sostenido por una fuerza interior irreprimible, resopló, relamióse y, saltando sobre la niña, cuyo llanto iba siendo cada vez más débil, destrozó su cuerpecillo, mordiendo y arañando ya la cara, ya el tierno pechito sonrosado, que pronto quedó convertido en una piltrafa sanguinolenta, primero bermeja y a poco amoratada.”

Martínez-Barbeito, Carlos. El bosque de Ancines.  Ayma editor de Barcelona, 1947. pág. 20-21

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