sábado, 2 de diciembre de 2017

La frialdad del censor

Todos querían llevar a hombros su ataúd aquel 2 de diciembre de 1979. Caía la lluvia menuda que amo y había una leve niebla. Cuentan, dio vergüenza ajena ver como sus enemigos, los que le habían defenestrado y acusado del “pecado nefando”, pugnaban por llevar el féretro por las calles mojadas de Auria.

Estos días hemos hablado mucho de Blanco Amor en tertulias y caminatas por la ruta de “A esmorga”. Humanamente hablando, este hombre, perenne emigrante, dandy de estilo porteño, certero con el adjetivo, también fue un “outsider”, casi un escritor clandestino. “No aconsejable”, escupía el censor.

Lo cubrió un aura de escritor maldito: “Corre una leyenda turbia sobre mi persona. Antes me incomodaba, ahora de mayor ya no me importa”.
Lúcido, sabía cuando la palabra no coincidía con los ojos. Quiso vivir lírica, poéticamente. Recorrió muchas habitaciones de hoteles, algunos con puertas sin numerar; habitó en casas de amigos. Siempre el sueño de tener su hogar, su piso propio que sólo al final, muy al final, logró poseer en el barrio de las Lagunas de Ourense.

Su última noche la pasó en un hotel de Vigo. Cuentan, cuando iba más muerto que vivo en el taxi hacia el sanatorio, susurró: “Taxista, no alborote, por favor. No saque el pañuelo por la ventanilla”. Sus enemigos le atacan de vanidoso y presumido. Pero era cercano con el humilde y tenía la elegancia personal del “gentleman”.

Seguro, en esos instantes vio “al niño triste en el pueblo triste” en que creció. El incendio, “vexo a minha nai abrazada a unha imaxe da Virxe; pedindolle que o lume non chegase a nos”.

1965. Cuando llegó a Vigo, clausurada su etapa en Argentina, traía una miserable pensión y el sueño de que lo iban a recibir cálidamente. Alguien le había dicho que era muy amado en Galicia. Bajó del barco, anónimo, apenas algunos intelectuales conocían su nombre. Recitó mirando al mar: “Ah, desconhecido heroi das gestas sin rapsoda/ vas deitado no mar/ que é o teu escudo.”

De madrugada, llega el cadáver a la ciudad. Nadie sabe qué hacer con él. Sus amigos abren casi a la fuerza las puertas del Concello. Ayer, Augusto Valencia me enseñó las grabaciones de las llamadas que hizo a Alberti, Umbral y otros escritores. Todos mandaron textos cálidos.

(Sería a mediados de los 70: don Eduardo, Maribel Outeiriño y yo caminamos por las calles de Auria: “Ourense es para mi Moira, la fatalidad que persigue a los héroes hasta acabar con ellos. No sé si me gusta o no. Simplemente la necesito”.

Han pasado treinta y cinco años. Si hoy don Eduardo paseara con su enamorado, tomados de la mano, por la calle del Paseo, todavía las miradas tendrían la frialdad del censor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario